Cuán perjudicial fue, no ya para Hölderlin, sino para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y con su metafísica

Fuente: Stefan Zweig: La lucha contra el demonio.

ENCUENTRO PELIGROSO

Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a vivir en libertad, es pensar en lo heroico de la vida, que es el impulso hacia lo grande. Sin embargo, antes de querer descubrir ese pensamiento heroico dentro de su propio pecho, quiere ver a «los espíritus grandes», a los poetas, quiere ver las cumbres sagradas. No es, pues, la casualidad lo que le lleva a Weimar; no, allí están Goethe y Schiller, allí está Fichte, y alrededor de éstos, como satélites brillantes, están Wieland, Herder, Jean Paul, los Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Alemania. Su espíritu poético, que odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese círculo elevado y respirar esa atmósfera espiritual. Aquí espera gustar del divino néctar del espíritu antiguo, a fin de ensayar así sus fuerzas en esta ágora, en este coliseo de lucha poética. Pero antes, el joven Hölderlin quiere prepararse para esas lides, pues el poeta no se siente digno, intelectualmente hablando, por su pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a Goethe, cuyo espíritu abraza el universo, o junto a Schiller, espíritu de coloso que se agita en formidables abstracciones. Por este motivo,

incurre en el eterno error de los alemanes, que es quererse formar de un modo sistemático; quiere cultivarse y emprende estudios filosóficos.

Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es toda espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de felicidad y quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas. Nunca, en mi opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya para Hölderlin, sino para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y con su metafísica. 
La historia de la literatura podrá encontrar digno de alabanza que los poetas de entonces llevasen a su círculo poético la ideología de Kant, pero todo espíritu libre debe reconocer los daños incalculables derivados de esa invasión de ideas dogmáticas en el reino de la poesía. Soy de la firme opinión de que la influencia de Kant limitó en extremo la producción poética de la época clásica, producción que se dejó influir mucho por la maestría constructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación, al quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó las facultades puramente poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías.

¿Y cómo podía ser de otro modo? Un ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo podría ese hombre, que no conoció mujer ni salió de su provincia, ese hombre que era como un delicado mecanismo de relojería inflexible en su regularidad, ese hombre que se encadenó así a su vida cuarenta, cincuenta y hasta sesenta años; ese hombre desprovisto de espontaneidad, sujeto a un sistema rígido, pues su genio era sólo constructivismo fanático; cómo podría ese hombre, repito, ser jamás útil a un poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos, que se eleva por su inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la inconsciencia?

La influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último, ¿no ha sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más formidable plasmador de figuras poéticas, se preocupe y se torture buscando dividir la poesía en dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimental, y que Goethe diserte con los hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los románticos?

El exceso de luz de la filosofía debilita a los poetas, aunque ellos no se den cuenta, porque esa luz es fría y surge de este espíritu sistemático que cristaliza según leyes fijas; 

precisamente cuando Hölderlin llegó a Weimar, Schiller ha perdido ya aquella su primera borrachera de inspiración y Goethe (cuya sana naturaleza ha reaccionado siempre a toda metafísica sistemática) se dedica con todo interés a la ciencia. La correspondencia entre Goethe y Schiller nos demuestra muy claramente en qué esferas de acción se agitaban entonces sus pensamientos; esas cartas son magníficos documentos, son una magnífica concepción del universo, pero son racionalistas; parecen más bien la correspondencia de filósofos o de profesores de estética que confesiones poéticas. La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círculos, desplazada de su centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la periferia. Ha empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal contraste con Italia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugiado, como Dante, Petrarca o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la erudición; al contrario,

Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador para refugiarse en la frialdad de la ciencia y de la estética. 

¡Ay, nunca más han de volver ya aquellos años divinos! Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como maestros sufren la fatal locura de la formación filosófica. Y así Novalis, de espíritu angélicamente abstracto, y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su naturaleza que repele todo espíritu positivo como el de Kant y su escuela, se dejan llevar a la deriva, llenos de duda, hacia este elemento hostil. Hasta Hölderlin, todo inspiración, que aborrece lo sistemático; indómito, abstracto, rebelde por propia voluntad, fuerza su naturaleza y se aferra a los análisis filosóficos, creyéndose además obligado a hablar en la jerga esteticofilosófica dominante, y todas sus cartas de los tiempos de Jena están atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de esfuerzos por filosofar, cosas muy contrarias al anhelo infinito que le llenaba. Pues Hölderlin es precisamente un espíritu ilógico, no intelectual; sus pensamientos, grandiosos como relámpagos de genio, no son articulables; se resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él dice del espíritu creador marca bien sus límites:

Sólo reconozco lo que florece naturalmente; lo meditado, ya no lo reconozco.

Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de llegar, pero no puede elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son aerolitos —piedras del cielo y no de cantera terrestre—, y por eso no pueden ser alisadas y colocadas disciplinadamente para formar un muro, es decir, un sistema, pues

todo sistema es siempre un muro. 

Esas piedras quedan en la misma forma en que caen, no necesitan ser desbastadas ni sufrir variación alguna. Lo que una vez dijo Goethe refiriéndose a Byron, se le puede aplicar mil veces mejor a Hölderlin: «Cuando raciocina es un niño; sólo es grande cuando hace poesía.» Pero ese niño se sienta en el banco de la escuela de Fichte y de Kant y se asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de forma que hasta Schiller le ha de advertir un día: «Huya usted siempre que pueda de las materias filosóficas; son las más ingratas… Permanezca más bien cerca del mundo sensible; así no se expondrá a perder el entusiasmo.» Ha de pasar bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se expone en el laberinto de la lógica. Pero una disminución en sus producciones, como un exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una atmósfera que lo asfixia, y entonces sí, dándose cuenta, rechaza toda la filosofía sistemática: «He ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de la filosofía, que suele producir tantas satisfacciones y que compensa esa dedicación con la serenidad, me hacía sentir inquieto y exaltado, y tanta más intranquilidad me producía cuanto más me concentraba en ella. Ahora ya veo que si esto sucedía es porque me alejaba de mí mismo, de mi propia naturaleza.» Por primera vez descubre la fuerza de su vocación poética, que celosamente no le permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le exigía situarse entre el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni en lo abstracto ni en la realidad concreta. Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo; inspira, en su espíritu lleno de dudas, más dudas todavía, y no le hace aumentar la certeza, como él habría esperado. Pero su segunda decepción, más peligrosa que la primera, viene de los poetas. Desde lejos, se le aparecían como mensajeros de lo sobrenatural, sacerdotes que dirigían su corazón hacia Dios; deseaba poder elevar su espíritu a través de ellos, de Goethe y aún más de Schiller, a quien había leído noches enteras en el Seminario de Tubinga y cuyo Don Carlos había sido como la «nube encantadora de su juventud». Esperaba que le darían, a su propia inseguridad, aquello que transfigura la vida, es decir, el impulso hacia el infinito, la elevada fogosidad. Pero aquí empieza

el eterno error de la segunda y tercera generaciones, y que consiste en querer seguir a sus maestros; olvidan los jóvenes que el tiempo resbala sobre las obras perfectas como sobre el mármol, sin dañarlas, pero que no pasa así con los hombres, aunque sean poetas; las obras perduran, pero el hombre envejece.

Schiller es ya consejero; Goethe es consejero privado; Herder, consejero municipal, y Fichte, profesor de universidad. Sus intereses ya no están en la producción poética, sino en los problemas de la poesía; la diferencia es clara. Todos están ligados a su obra, han anclado en la vida y nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de olvidar, como su propia juventud; así, el paso de los años determina la incomprensión: Hölderlin esperaba de ellos entusiasmo, y ellos le enseñaron moderación; él ansiaba inflamarse a su lado, y ellos sólo lo bañan con una ligera luz; junto a ellos quería una vida libre, una existencia espiritual, y ellos se esfuerzan por buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a buscar, junto a ellos, ánimos para la lucha monstruosa que le marca su destino, y ellos (con la mejor intención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamarse, y ellos tratan de apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus simpatías, la sangre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de ellos, da lugar a la mala inteligencia.


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